miércoles, 2 de mayo de 2007

El circo de la vida.

Surge de entre las sombras, sombras más oscurecidas aún por los mantos de la guerra. Como si de una carpa de circo se tratase - dentro de aquel manto - toda clase de objetos vuelan de las manos de violentos payasos y prestidigitadores de la muerte. Las bombas se les escapan de las manos, pero nadie ríe, las granadas caen en su gélido reposo y destrozan el paisaje…

El niño se pregunta el porqué, porqué en su aldea llena de playa en la que recogía todas las tardes sus conchitas para luego meterlas en su cajita de mágico nácar. Porqué a su familia, a sus vecinos, porqué de todo esto. Nadie ha sabido explicarle la razón a sus preguntas y solo obtiene por respuesta susurros de palabras contrahechas, salidas de caras huecas por la ignorancia o quizás por la vergüenza…

Camina descalzo, colgando sus harapos de todo su cuerpo, como si fueran las propias carnes desgarradas. Sus ojos están vacíos, casi muertos. En ellos ha visto reflejada la muerte, en sus padres, hermanos, abuelos y hasta en su amada niñita para la que guardaba siempre la mejor concha de su minúsculo arcón. Su colegio yace al fondo, agonizante, y de entre sus escombros regurgitan los disparos de los soldados que responden a los enemigos, que a su vez replican en tromba sus ataques alegando defensa propia.

No tiene a donde ir, pero no importa, ya está acostumbrado a vagar sin rumbo por las calles de la insolencia. Sabe bien que los días y las noches de tinieblas nunca dejarán paso a la luz, y la antigua antorcha de felicidad no será ya la misma sin aquellos que se han ido, sin billete de vuelta, que han echado. Lleva días sin comer, sin beber casi, se alimenta de odio. Los ojos, llenos de muerte por el último tránsito, parecen salírsele de las cuencas bailoteando entre la sangre que los envuelve…

Sigue hacia delante. Sus piernas llegan a mitad de camino, y al acercarse ante un soldado que yace muerto, se agacha ante una flauta que el cadáver le parece invitar a coger. La atrapa, es solo una pequeña flauta que quiere hacer tocar, como cuando ganó aquel concurso. Se la mete en la boca, silba, pero ésta no quiere responder; lo intenta de nuevo, pero sigue igual. Las lágrimas le hinchan la cara y contraen todo su interior. Deja el instrumento y lo cambia por otro, una pistola ensangrentada que se guarda en el pantalón. A su alrededor todo se esfuma, se ve en el centro de la estancia y gira la cabeza hacia todos lados: el dolor, el ruido que apaga el silencio de la vida, los llantos y los lamentos destrozan los últimos vestigios de razón que desaparecen en él llamados por los recuerdos.

No mira hacia atrás ya, porque sabe a donde ir. Se acerca pesaroso hasta un grupo de piquetes, los soldados enemigos vestidos con hermosos trajes, mortajas para la matanza. Al verle llegar, dos de ellos dejan de disparar, quizás porque no les quedan mas balas. Uno, el más limpio de todos, parece compadecerse de este niño que ahora les visita y se agacha delante de él. Le dice algo sonriendo, el niño no sabe qué, tampoco le importa, pero sonríe, sonríe con la semblanza de la muerte, muerte que ellos le han llevado, sin ni tan siquiera haberla pedido…El soldado extrañado ante esa desencajada mueca, espejo del desprecio, arquea las cejas desconcertado.

Saca su pistola del bolsillo del pantalón - y sin pensarlo - apunta a ese soldado, al que le da el tiempo justo para proferir un NOooo que se congela con el viento. Después un disparo, un fogonazo en la cara que le desfigura los gestos y destroza por completo la cara de sus compañeros. Parece que la muerte también se asusta de su propia muerte…

Ahora ya es como los demás, ya es un asesino como aquellos que han acabado con su familia y su chica de las conchas. Quisiera haber tenido mas balas para todos, pero no le importa, sabe que es igual matar a uno que a cientos de ellos…es ahora cuando lo comprende. Se aleja entre la confusión de nuevos malabarismos de bombas , temblando todo él y pensando en las palabras de su maestro: ”La vida es dura, hijos, pero hay que sobrevivir…”